Szwarc dice
Ella dice
Versiones
Los tres tenían voces privilegiadas, como un impulso de pájaros diferentes. Les gustaba cantar. La madre les dijo –una sola vez – que algo especial, algún dios si creyeran, había entrado en sus voces y que había ahí algo tan perfecto que ningún espectáculo podía hacerse con eso, que ninguna persona deshonesta debía pagar por esas voces y que toda persona que se pagaba la comida en abundancia era todavía deshonesta. Pero que pronto, alguna vez, las cosas serían diferentes, y sus voces se escucharían en la claridad, desesperantes, necesariamente hermosas.
Entonces cantaban en sus trabajos. Ellos, mientras hacían la argamasa, por ejemplo, y ella cuando barría o lavaba la ropa de sus patrones. Cantaban en su propia casa, por las veredas, por los barrios de Santa María, en las madrugadas. Y algo de esa belleza se filtraba –siempre- en la casa de los ricos.
La madre, Amada –ése era su nombre - era cosechera golondrina. No es que le sea necesario irse, decían sus hijos, ahora que todos trabajamos. Sin embargo, llegaba la época y ella no podía quedarse, como si trabajar al sol, recibirlo sobre su espalda, le fuera más necesario que cualquier otra necesidad.
Los hijos tenían sobre esa costumbre versiones diferentes. José decía que ella iba cada temporada con la esperanza de encontrar al padre, al de ellos, o todavía más, al de ella. David decía que era para estar más tranquila, juntar unos pesos y, sobre todo, porque le gustaban los reencuentros, las sorpresas, ¿qué cosecheros, qué golondrinas habría esta vez? Lucía pensaba que se iba por ellos, que para soportar tanto amor debía alejarse.
También del padre contaban cosas diferentes. José decía que había muerto agobiado por las torturas de Aresma. David decía que murió acuchillado en un baile de carnaval. Lú decía que se fue, y ellos habían llorados unas lágrimas que no habían sido alimentadas, que siendo muy viejito iba a regresar. Y hablaban los tres de uno.
Abril
¿Jugábamos a las escondidas? Él decía, aunque ella también. Muchas veces decían: no te quiero perder. Claro, de plaza en plaza, de andén en andén, los lugares parecían escondites. Pero no eran eso sino espacios para el aire, alguna sombra para el descanso o el sueño, rincones para evitar la lluvia, y el blockbuster para ver algún video. Por lo general había que mirar las películas que pasaban, novedades, dramas, terror, suspenso.
Suspendida me quedaba, también me dormía. Muchas veces tenía ganas de compartir fragmentos de películas con él o con ella, pero estaban en algún lugar sin querer perderme.
Paula consiguió trabajo en el blockbuster de Aráoz. Ella estaba allí de tarde, hasta las doce de la noche. Era el mejor horario. Entonces, a veces, poníamos películas que nos gustaban a las dos. Por ejemplo la de Bergman: Saraband. Discutíamos después de llorar por esos personajes, tanto cinismo, tanta desolación. Y el tiempo que había pasado, el tiempo que los había vuelto mucho peores. Esa era parte de la discusión: ¿se habían vuelto peores o siempre fueron peores? Y también si había habido incesto, ese padre y esa hija descansando en una cama juntos. Yo le decía que no era ni un poco de incesto. Que en los lugares de mucho frío la gente necesitaba amontonarse, pero también en los lugares de calor, que había que escuchar alguna respiración ajena para saber que la vida alcanzaba. Paula decía que a veces sucedía justo al revés, que se necesitaba estar muy lejos del otro porque no daban las fuerzas para andar queriendo. Creo que las dos teníamos razón.
¿Me había escondido sólo porque ellos no me buscaban?
-No te quiero perder- repetían cuando me veían en alguna parte. Y las palabras venían entre las palabras, me daban miedo. Me quedaba por horas en el mismo umbral, me parecía que así facilitaba las cosas. Pero era mejor olvidarse del miedo y volvía al blockbuster.
-Paula, ¿me das un cigarrillo?
-Aquí no se puede fumar así que dejé.
-Ah
-¿Querés ver alguna peli?
-Sí,creo que estoy para El globo rojo.
La película no estaba. Tratamos de recordarla.
-Esa película me dio siempre mucha tristeza, creo que nunca la entendí. En la infancia me parecía una historia cruel.
- Un globo siguiendo un día y otro y otro, a un chico en bermudas en algún lugar de Francia. No podía dejar de mirar esperando que el globo se desinflara. Pero los días y las noches pasaban y el globo seguía igualmente rojo y redondo.
-Ni siquiera era un globo ovalado.
-Hasta que unos chicos comenzaban a perseguir al chico en bermudas.
-Quizás ni siquiera lo perseguían.
-Es que el chico se ponía a correr y cuando alguien se pone a correr los demás no pueden hacer otra cosa que apurarse.
-Los supuestos perseguidores le quitaban al chico de bermudas su globo y lo pisaban. Lo más raro es que al desinflarse –muy despacio –se volvía anaranjado.
Paula tuvo que ir a atender, unos clientes se llevaban una de terror. Y a mí me volvió el terror de que me perdieran. Quería hablar con Paula pero llegó la jefa, me fui a la placita de enfrente. Faltaba poco para la medianoche.
El calor me adormeció. En el entresueño seguí recordando “el globo rojo”.
Vi al chico en bermudas, un rubito, que miraba con ojos de asombro, ¿o yo le distorsionaba la mirada? Tal vez él estaba acostumbrado a que le pisotearan sus juguetes.
Del entresueño me despertó Paula.
-Vamos- me dijo.
-Me acordé de toda la película.
-Yo no me acuerdo el final, creo que el chico se pierde.
-No es eso, es que no lo buscan.
-Igual no importa, ya ni se consigue esa peli.Vamos, dale.
-No quiero, no tengo fuerzas.
-Mirá, un globo.
-No mientas.
-Está bien, pero juguemos al menos un rato a las escondidas.
Cada una empezó a caminar para otro lado. Al rato dejamos de escuchar la respiración ajena, como globos desinflados.
De Una felicidad liviana (Editorial Fundación Ross, 2007),