Lo que pido es poesía - ELVIRA ORPHÈE

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Lo que pido es poesía


Descendiente de franceses de origen griego, hermosa, aristocrática y viajera, pasó la niñez en Tucumán, vivió largamente en Buenos Aires, Roma y París acompañando a su marido diplomático, perteneció al círculo íntimo de Elsa Morante, Alberto Moravia e Italo Calvino y fue amiga entrañable de Alejandra Pizarnik, de Olga Orozco, de Leda Valladares. En sus novelas y cuentos descubre la poesía del habla del noroeste y retrata una sociedad atravesada por la magia, la destrucción, la enfermedad, la locura. Lejos del costumbrismo, de las modas y el estilo de sus contemporáneos, Elvira Orphée extrajo de los ingenios azucareros y las zonas rurales de Tucumán, un mundo extraño, una invención completa, a la manera de la Comala de Rulfo, cuya escritura tanto valora, o la Santa María de Onetti.



NARRADORAS/ ELVIRA ORPHÈE

Nació el 29 de mayo de 1930 en San Miguel de Tucumán. Emigró a fines de los años cuarenta a Buenos Aires, donde estudió Letras, y era muy joven cuando la revista Sur publicó La calle Mate de Luna, un cuento coral, sobre las sospechas y chismes que se dicen en un barrio tucumano acerca de una familia de forasteros. Se casó con el pintor Miguel Ocampo, con quien tuvo tres hijas. Acompañando a su marido en funciones diplomáticas, se estableció en Roma, donde formó parte del mítico círculo de escritores que rodeaban a Alberto Moravia y Elsa Morante y luego se radicó en París, donde vivió hasta 1969 y trabajó como lectora de literatura latinoamericana e italiana en la editorial Gallimard. Desde allí valorizo las obras de Juan Rulfo, Felisberto Hernández y Clarice Lispector, quienes dejarían huellas en su escritura. Publicó las novelas Dos veranos (Sudamericana, 1956), Uno (Fabril, 1961), Aire tan dulce (Sudamericana, 1966/Bajo la luna, 2009), En el fondo (Emecé, 1969), Su demonio preferido ( Emecé, 1973), La última conquista de El Ángel (nouvelle, Monte Ávila, 1977) y La muerte y los desencuentros (Fraterna, 1989/ Ediciones Fundación Victoria Ocampo, 2008) y los libros de cuentos Ciego del cielo (Emecé, 1991), Las viejas fantasiosas (Emecé, 1981) y Basura y luna (Planeta, 1996). Fue incluida en diversas antologías y revistas, entre ellas Cuentos de amor de autores argentinos (Ameghino, 1998), Sur Nº 198 (Buenos Aires, 1950), Sur Nº 262 (Buenos Aires, 1960), Sur Nº 306 (Buenos Aires, 1967), La Opinión (Buenos Aires, 27 de noviembre de 1977) y Encuentros: Escritores y artistas de la Argentina y Quebec (Gilles Pellerin y Oscar Hermes Villordo / Les Editions Sans Nom, Québec, 1989). Recibió el Premio Municipal de Novela en 1967 y en 1969 y obtuvo la Beca Guggenheim en 1988 y la Beca Civitella Rainieri en 1996.

Se dijo de Ella
Elvira Orphée es una escritora profunda, singular e inevitable, en la literatura argentina del siglo XX. Podemos destacar tres líneas constantes a lo largo de su poética: el color local, el cual está imantado de alta poesía y ricas descripciones que trascienden la propia literatura, convirtiendo lo pequeño en grandioso; el humor, el cual está atravesado por distintos matices que van desde el humor ingenuo hasta la ironía, pasando por el humor negro; lo extraño, situación que sucede en más de un relato y que es el centro de su universo literario. Enrique Solinas *

Orphée ha escrito novelas y cuentos de una originalidad extrema y natural, sin imposturas, simple reflejo de una personalidad básicamente poética. Lo que la distingue, quizá, de sus contemporáneos, es el exquisito manejo del habla del noroeste argentino. Un recurso que le sirve para pintar una sociedad cuya mayor -y casi única- belleza se halla, según su mirada, en las formas de la destrucción: la violencia, la enfermedad, la locura. Leopoldo Brizuela. LA NACION, 2009

La última conquista de El Ángel lo termina de escribir en el año 1975 y se publica en 1977 y sin embargo es una predicción de las atrocidades de la dictadura argentina. Marianella Collette. Grafemas, Febrero 2007

La penúltima conquista del Ángel es sublime. Luisa Valenzuela



Ella dijo

Hace poco estuve leyéndolo a Manucho (Manuel Mujica Láinez). Le importa mucho la historia, que a mí, de por sí, no me interesa nada. Narra bien, ¿quién lo duda? Pero es como los novelistas decimonónicos que quieren contar todo, todo, todo. Y eso los distrae. Y sobre todo, no sabe hacer lo que hay que hacer para que las palabras resplandezcan.
No me interesan ni las tramas ingeniosas, ni los frisos sociales, ni los pensamientos profundos... Yo lo que les pido es poesía. Poesía no es lo que se escribe: es la más profunda necesidad de expresión del hombre, para la que no bastan las palabras, las frases, ¿cómo decirte? de la cotidianidad.
Nunca he sido metódica. Escribía cuando me venía en gana. Pero me venía en gana todo el tiempo. En papelitos, en cuadernos, en boletas, en lo que fuera y donde fuera. Ahora, cómo me volvían esas voces. Porque yo a Tucumán creía habérmelo sacado de encima salvo por dos cosas: los odios y los olores. No el olor de las rosas, no, que siempre me parecieron tontas, sino el de las flores de los naranjos de las calles, que era impresionante. Todavía lo tengo en mí.

¡Ay, Enrique! (fragmento)

Quedaba en un paraje de mosquitos, de maderas podridas, de río. Las circunstancias me habían obligado a vivir en esa casa extraña.
Del piso habían desaparecido algunas tablas y se abría un boquete de más de medio metro. Para no caerme dentro caminaba por el medio de la pieza. Como yo vivía allí desde hacía poco, no había tenido tiempo para los peligros.
Era un sitio bastante claro. La claridad se metía por el boquete para iluminar una escalera que llevaba al sótano o lo que fuere, quizá lleno de ratas y de resacas algo inmundas. Si hubiera tenido ganas de limpiar habría bajado a sacar las carroñas o los bichos vivos dejados por alguna creciente. Pero mi espíritu estaba intranquilo y ni siquiera había limpiado la gran pieza en la que estaba viviendo; hasta había dejado colgando como grandes hamacas los telones desprendidos del techo, esos que ya no se hacen más, tan inútiles, tan estremecedores cuando empiezan a soltarse.
No sé en qué pasaba mi vida entonces porque no me acuerdo de ningún sentimiento intenso, excepto del amor por Enrique.
Pero no había tenido la energía de prohibirle que bajara al misterioso sótano, tan fuertes eran mi cansancio y mis ganas de despreocupación. Él, allí, seguramente se divertía como sólo puede hacerlo un ser nuevo y asombradizo. Un día se me ocurrió que, entre ratas y sucias formas de la vida, debía de haber atrapado lombrices. Así que busqué a un hombre de la zona, especialista en bichos repugnantes, para que se las sacara. Llegó vestido con un overall blanco, muy limpio, como uniforme de médico. Me asomé al boquete del piso y llamé a Enrique que andaba correteando abajo. Asombrosamente, obedeció y subió alegre el tramo de escalera rota. Con orgullo miré al hombre. Uno siempre magnifica cualquier señal de inteligencia de los que ama.
Enrique estaba contentísimo. Vaya a saber qué podredumbres, qué maravillas mefíticas lo tenían tan entusiasmado allá abajo.
El hombre se dispuso a darle su remedio, pero me advirtió que se sentiría mal.
Enrique era mi amigo. No, mi hijo. El que me quería incondicionalmente y dependía de mí para todo. Yo, que tuve tanto asco de tantas cosas, no lo tenía de sus patitas sucias ni de su pelambre refregada en sitios contaminados. Le gustaba ensuciarse, yo lo amaba, luego era necesario que lo dejara ensuciarse.
Enrique y yo nos queríamos con un amor que dolía. Era una tumefacción en el alma. De tanto como tuve, de tanta gente, lo único que me quedaba era Enrique. Pero eso único era una inmensidad. Entonces, ¿por qué salí, dejándolo solo con el hombre del overall? Por algo tan tonto y tan inexplicable como la llegada de El Petiso Fatum, que me invitó a pasear.
Yo nunca paseo por pasear. Es como decidirse a perder vida. Hay que pasear por algo, con una intención más allá del mero paseo: pasear por amor a través de junglas vegetales, pasear en busca de jardines que hagan descubrir misterios en uno mismo y en los demás, pasear para que los paisajes traspasen el alma y le dejen pequeños agujeros por donde entren muchas cosas que normalmente no pueden entrar porque las almas están demasiado cerradas. Pero, ¿pasear porque sí? ¿Y con El Petiso Farum? Simpático y divertido en las ocurrencias que nacen de noche, entre mucha gente, pero incapaz de exprimirle las posibilidades a una flor. Pese a eso; increíblemente, salí con El Petiso Fatum mientras a mi criatura le hacían ingerir drogas dañinas.
Nos metimos por entre la maraña de un paisaje tan húmedo que parecía despedir vapor, y llegamos a una casa rodeada de plantas, de verde, de sombra. Una gran casa oculta y chorreada de verdín, de esas que tienen imán porque están como saturadas de maleficio. Producen un miedo muy atrayente. El Petiso estaba pasando allí algunos días, no sé por qué ya que tenía su casa en la ciudad y era apasionadamente ciudadano. Habíamos abierto la verja y estábamos por llegar a la puerta, cuando oí una especie de llanto lejano. Quién sabe qué me impulsó a correr para acercarme al llanto. El Petiso me siguió entre risas y comentarios que le quitaban el aliento. Según él no se había oído nada. Y quizá tenía razón porque debimos correr bastante hasta llegar a la casa donde parecía estar el llanto.
Al revés de la que acabábamos de dejar, y aunque estaba en un paraje lleno de verdor, era luminosa. La luminosidad interna se distinguía por debajo de la rendija de la puerta. Llamamos. Nadie contestó. Imposible entrar si no era por la puerta. Las tapias de los costados no lo permitían. Saqué mis llaves y empecé a probarlas. El Petiso se puso pálido.
—No se oye ningún llanto. ¿Te has vuelto ladrona y me estás complicando? Me voy de aquí.
Pero se puso aun más pálido cuando oyó de repente el llanto espantoso. Llanto, queja, alarido, todo eso era, más la desesperación.
Fui siempre especialista en encontrar entradas insuficientemente cerradas. Desde chica me he divertido en violar casas de vecinos ausentes. Un único obstáculo tuve a veces; los perros, tan defensores de lo que no les pertenece, tan del partido de sus dueños, pobrecitos. Hasta he llegado a entrar en casas con enfermos que ni se daban cuenta de que la familia los había dejado solos; en casas con imágenes de Santa Teresita y rosarios gruesos, negros y diabólicos; en casas llenas de jazmines del Paraguay que, aunque no tienen un perfume exaltado, lo tienen, sí, extraño (casi un no perfume, muy refinado). Y de repente, mientras hurgaba la cerradura, me invadió el ansia de perfumes que siempre me ha perseguido como si me señalara un camino.


Ay Enrique pertenece al libro "Las viejas fantasiosas", Emecé Editores, 1981. Se puede leer completo en http://www.abanico.org.ar/2009/12/orphee-enrique.html

*Agradezco al poeta Enrique Solinas, amigo de Elvira Orphèe la información proporcionada y el chequeo de esta columna.

para leer la columna en el suplemento Señales del diario La Capital de Rosario hacer click aquí

para ver la edición de "Dos Veranos" en la Colección Narradoras Argentinas, comprar la publicación virtual o saber más sobre Elvira Orpeé hacer click aquí 

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